viernes, 2 de enero de 2009

Esto Matará a Aquello. El Notre-Dame de Victor Hugo, parte 1


Quizás el cambio de tecnología entre el papiro y el pergamino o entre el rollo y el códice haya sido traumático, pero seguramente lo fue menos del que se produjo con el invento de Johannes Gutenberg. En estos días de esbozos de maduración digital (tomen conciencia de lo que es un escritorio en nuestros días, podría dominar a todo el ejército romano..) me da placer comenzar el año con una cita del capítulo Esto Matará a Aquello, del libro Notre-Dame de Paris publicado por Victor Hugo en 1831. Invitamos a nuestros lectores que acompañen el calor o el frío de Enero leyendo esta maravillosa novela, o por lo menos el capítulo entero. De esta manera comienza:

"Que nuestros lectores nos perdonen si nos detenemos un momento para analizar el sentido que se ocultaba tras aquellas palabras enigmáticas dichas un poco antes por el archidiácono: Esto matará a aquello. El libro matará al edificio.
Creemos que este pensamiento tenía dos sentidos; era primeramente el pensamiento de un cura; el espanto de un cura ante una circunstancia nueva cual era la imprenta. Era el miedo y el deslumbramiento del hombre del santuario ante la prensa luminosa de Gutenberg; eran el púlpito y el manuscrito; la palabra hablada y la palabra escrita, alarmadas ante la palabra impresa; algo así como el estupor de un pajarillo contemplando al ángel de la Legión desplegando sus seis millones de alas. Era como la voz del profeta que oye susurrar y afanarse a la humanidad ya emancipada, que lee en el futuro y ve cómo la inteligencia socava la fe y cómo las opiniones van acabando con las creencias, cómo el mundo zarandea a Roma. Pronóstico del filósofo que ve cómo el pensamiento humano volatilizado por la imprenta, se va evaporando del frasco teocrático. Terror del soldado que al ver el ariete de bronce, dice que su fortaleza será fatalmente abatida.
Aquello significaba que un poder iba a suceder a otro poder; quería, en fin, significar: la imprenta hará sucumbir a la Iglesia.
Pero bajo este pensamiento, el primero y el más elemental sin duda, creemos que había otro más avanzado; un corolario del primero, más difícil de deducir y más fácil de contradecir; una visión filosófica no sólo para el cura, sino para el sabio y para el artista.
Era el presentimiento de que el pensamiento humano, al cambiar de forma, cambiaria también en la expresión, que las ideas capitales de cada generación no iban a tratarse ya del mismo modo ni a escribirse de la misma manera; que el libro de piedra, tan duro y perdurable, iba a ceder la plaza al libro de papel, más sólido y más perdurable aún. Bajo este aspecto la vaga fórmula del archidiácono encerraba un segundo sentido: significaba que un arte iba a destronar a otro arte. Quería decir: la imprenta matará a la arquitectura.
En efecto, desde el origen de las cosas hasta el siglo XV de la era cristiana inclusive, la arquitectura ha sido el gran libro de la humanidad, la expresión principal del hombre en sus diferentes estadios del desarrollo, sea éste bajo la forma de la fuerza o de la inteligencia.
Cuando la memoria de las primeras razas se sintió demasiado llena de cosas, cuando el bagaje de recuerdos del género humano se hizo tan pesado y confuso que la palabra, desnuda y volátil, corría el riesgo de perderse en el camino, fueron transcritos en el suelo de la forma más visible, más duradera y más natural a la vez. Se selló cada tradición bajo un monumento.
Los primeros monumentos fueron simples trozos de roca, que el hierro no había tocado, dice Moisés. La arquitectura comenzó como toda escritura; primero fue alfabeto.
Se plantaba una piedra en el suelo y era una letra y cada letra era un jeroglífico y sobre cada jeroglífico descansaba un grupo de ideas igual que hace el capitel sobre la columna, fue así como actuaron las primeras razas en todas partes, en todo instante y en toda la superficie de la tierra. Así encontramos la piedra erguida de los celtas, en la Siberia asiática y en las pampas americanas.
Más adelante se hicieron palabras y colocando una piedra sobre otra se fueron acoplando las sílabas y el verbo intentó algunas combinaciones. Palabras son el dolmen y el cromlech de los celtas y los túmulos etruscos y el galgal hebreo. Algunas de estas palabras, el túmulo básicamente, representan nombres propios, pero a veces, cuando se disponía de muchas piedras de una gran extensión de terreno, se escribía una frase completa y así tenemos el acumulamiento enorme en Carnac que sería ya toda una fórmula completa.
Finalmente se hicieron los libros. Las tradiciones habían engendrado símbolos bajo los cuales desaparecían como los troncos de los árboles bajo su propio follaje y esos símbolos en los que creía la humanidad iban creciendo multiplicándose, cruzándose y haciéndose cada vez más complicados. Los primitivos monumentos no eran suficientes para contenerlos y eran desbordados por todas partes, aunque aquellos monumentos expresaran apenas una tradición ruda como ellos mismos, sencilla, desnuda y a ras de suelo. El símbolo necesitaba expandirse en el edificio y así la arquitectura se desarrolló a la par que el pensamiento humano. Se convirtió en un gigante de mil patas y mil cabezas y fijó, bajo una forma eterna, visible y palpable, todo aquel simbolismo etéreo. Mientras que Dédalo, que es la fuerza, medía, y mientras Orfeo, que es la inteligencia, cantaba, el pilar, que es una letra, el arco, que es una sílaba, la pirámide, que es una palabra, puestos todos a la vez en movimiento por una ley geométrica y por una ley poética, se agrupaban, se combinaban, se amalgamaban, bajaban, subían, se yuxtaponían sobre el suelo, se escalonaban en el cielo hasta escribir, al dictado de la idea general de una época, aquellos libros maravillosos que eran los maravillosos edificios de la pagoda de Eklinga, el Ramseidón de Egipto, o el templo de Salomón…
Victor-Marie Hugo (1802 – 1885), Notre-Dame de Paris, 1831

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